IGNACIO DI TULLIO nació en Buenos Aires en 1982. Poeta y traductor, publicó el libro de ensayos breves "La música sin nombre" (Uruguay, Trópico Sur Ediciones, 2013) y "Famiglia" (Ediciones del Dock, 2016). En 2015 obtuvo la primera mención de honor del jurado en el 1er. Concurso Nacional de Poesía organizado por la editorial Viajero Insomne. Junto con Inés Garland, tradujo la antología "La materia de este mundo" (Gog&Magog, 2016) de la poeta norteamericana Sharon Olds. Creó y coordinó durante dos años el ciclo de lecturas “Poesía a la Parrilla” y “La poesía era un bello país” (junto con la poeta Mercedes Álvarez). Conduce semanalmente “Blues Café”, programa de radio sobre música y literatura. Es profesor universitario de la materia Contenidos Culturales Contemporáneos y dicta talleres de escritura creativa.
El diario "LA PRENSA" publicó el árticulo de Ignacio Di Tullio donde habla del boxeo en primera persona, que reproducimos a continuación.
Comencé a boxear de grande, a los treinta años, como un hobby. Los guantes me habían atraído desde chico pero los prejuicios, mitos e ideas del imaginario popular se habían encargado de impedir que tomara el coraje necesario para comenzar. La primera vez que entré a un gimnasio no sabía saltar la soga, no tenía vendas ni guantes. Ni siquiera sabía pararme ni montar guardia.
El boxeo es un idioma que el cuerpo debe aprender a hablar, una especie de pronunciación que todos los músculos del cuerpo deben incorporar. Para lograrlo es necesario tolerar la frustración y no temerle al ridículo. Los comienzos son duros, llenos de dolores nuevos de fibras y tendones que uno desconoce. Pero hay algo muy hermoso y formativo en este deporte en el que todos son iguales ante el sacrificio que conlleva el entrenamiento.
Durante una vacación, en un pequeño pueblo patagónico conocí un invierno a Don Peña, dueño del gimnasio “Los humildes”. Don Peña estudiaba a quienes querían comenzar a entrenar, como si midiera sus verdaderas intenciones, si estaban verdaderamente dispuestos a trabajar duro. Enseñaba a boxear con el fin de salvar a muchos chicos de la calle y de las drogas. “Venite mañana a las dos de la tarde, vamos a estar trabajando desde temprano”. De entrada me llamó la atención que no se refiriera a la práctica como “entrenamiento” sino como “trabajo”. Aquellos fríos entrenamientos sacaban las ganas de todo. Dos o tres horas escuchando y aprendiendo, sin lugar para opiniones o quejas. Tan solo hay dolor, sacrificio y obediencia. Don Peña fue un gran maestro, peciente, estricto y afectuoso en la medida justa.
En los gimnasios los pegadores hábiles conviven con los rústicos, los novatos con los profesionales. Hay un enorme respeto y valor por el trabajo. Una de las dificultades más grandes de este deporte es la incorporación de la técnica, que se vale de una enorme cantidad de conceptos y posiciones que todo el cuerpo debe aprender a conjugar al mismo tiempo. “El golpe sale rápido pero vuelve aún más rápido”, “la guardia siempre bien armada”, “la vista siempre fija en el adversario”… el lenguaje del boxeo es como una sábana corta. Cuando uno se cubre el mentón, descubre la zona abdominal, al sacar un golpe deja un costado al descubierto. Cuando comencé a boxear sentía que jamás iba a poder recordar tantas cosas al mismo tiempo.
El tiempo me demostró que no se trata de una operación mental, de que no depende de la propia voluntad. Después de determinado tiempo de práctica el cuerpo hace un click e incorpora el lenguaje y en ese instante uno se da cuenta de que, casi inconscientemente, está boxeando. Es como si aquello se hubiera metido en la sangre, como si el cuerpo lo hubiera finalmente metabolizado. Genera adrenalina y felicidad el momento en el que, al menos por un rato, uno se percibe a sí mismo como boxeador. La capacidad de ver venir un golpe, adivinar la intención del rival, caminar bien el ring o hacer una finta. Y soy apenas un aficionado.
Se parece un poco al baile, tiene algo del orden de lo coreográfico. Como en cualquier otra disciplina deportiva, incluso el más completo ignorante logra identificar cierta armonía y valor estético en los movimientos de un buen pugilista. La expresión “boxear” al adversario se asocia con el jab, el golpe más importante del repertorio. Un golpe que desgasta, que erosiona, que le resta piernas al contrincante. En un sentido, al “boxear” al otro uno lo está bailando, está fraseando, hablando con fluidez. Como un escritor con un lector. O viceversa.